Irreal...

Irreal porque vivimos en una realidad donde el amor se expresa con un corazoncito en Facebook, donde la gente que lee es casi tan rara como la que no vio "Transformers" y donde para conocer a alguien es necesario estar intoxicado (perder hasta cierto punto el raciocinio). Porque el nuestro es un mundo en el que la gente lucha más por el último cigarro que por combatir la corrupción, en el que vale más una apariencia que una pasión y en el que todo parece estar a la venta.

Pero también irreal porque estoy enamorada de la confusión, de aquello diferente, ensoñada con esta locura que llamamos vida...

lunes, 13 de mayo de 2013

La luna es mía


Había una vez un niño. Era un niño muy chiquito, tan chiquito que cuando había mucho viento se caía y se raspaba las rodillas.
Había una vez un amante de la noche y de la luna, uno de esos seres que se ven a lo lejos, majestuosos y ausentes. 
Un día el niño se asomó por la ventana, a lo lejos se veía la sombra del amante de la luna. Y el niño quiso saber quién era ese que le dedicaba sus noches y sus lágrimas a un astro sin vida. 
Salió de su casa, para acercarse al ser nocturno. Hacía un frío para congelar todas las sopas calientes del mundo. El niño, chiquito, chiquito, se envolvió en diez abrigos y tres bufandas. El niño apenas podía caminar y a pesar de ser flaco, parecía una bola entre tantos suéteres y chamarras. Cuando sopló el viento el niño salió rodando… Y rodó hasta que fue a chocar de frente con ese adorador de la luna. 
A los seres misteriosos no les suelen chocar niños con bufandas. El infante se le pegó al pecho, muerto de frío y el gigante oscuro no supo quitárselo de encima. ¿Qué iba a hacer con un niño de semejante tamaño, medio congelado y aferrado a su cuello?
Lo llevó consigo toda la noche y cuando se hizo de día se lo llevó a su cueva y lo dejo dormir en ella. Los amantes de la noche nunca dejan entrar a nadie en su cueva; pero el niño se veía tan bonito, ahí dormido junto a la fogata, que no pudo echarlo para afuera. 
Cuando se hizo de noche otra vez, el amante de la luna recordó que era un ser solitario y quiso regresar al niño a su casa. Pero el niño insistía en aferrarse a su brazo. Así que lo llevó con él a llorarle a la luna. Y el niño, ya despierto, moría por preguntarle por qué le lloraba a la luna. Así que juntó suficientes fuerzas y preguntó lo que ningún niño del mundo se había atrevido a preguntarle a un ser nocturno.
—¿Por qué le lloras a la luna?
—Porque la luna es mía, pero está lejos…
Desde entonces el amante de la noche llora con el niño colgado de su cuello.

De ranas y de peces



Un día la rana se acercó al estanque a ver al pez. Lo podía recordar perfectamente, con sus brillos dorados y sus aires de gran dragón japonés. Las ranas no recuerdan mucho, pero él no olvidaba a ese pez gigante que alguna vez lo había acobijado entre sus aletas. Los renacuajos, que podrían confundirse con peces, se convierten en ranas y ya no hay forma de regresar. Una vez que eres rana tu vida dará un giro tan grande que querrás vomitar.
La rana se asomó al estanque. Adentro nadaban cientos de peces naranjas y negros y blancos. La rana buscó con la mirada a su pez dorado. Cuando lo vio acercarse las ancas le temblaron como agua de pantano cuando llueve. Ese ya no era su pez, había perdido brillo, estaba flaco y sus movimientos eran lentos y dudosos. Ya no tenía aires de gran dragón japonés, ahora se veía terriblemente triste, incluso sus bigotes parecían más caídos.
La rana se echó al agua y nadó hacia él. Los peces tienen poca memoria, pero él no olvidaba a ese pequeño renacuajo que alguna vez se había metido entre sus aletas. Los otros peces se le acercaban y lo rozaban con suavidad y sus escamas apenas se tocaban y el pez dorado se sentía reconfortado. Pero él era una rana, si se le acercaba nadando le daría una patada, él no podía jugar a rozar, él no lo podía acompañar.
La rana se salió del agua y regresó al bosque, con las otras ranas, pero en la noche no pudo croar con ellas y por la mañana apenas podía saltar. Y trató de explicar a las otras ranas pero nadie entendía siquiera lo que era un pez. Aún las mejores ranas eran incapaces de croar un acompañamiento para su soledad.
La rana regresó al estanque y se quedó ahí, a la orilla, a ver al gran pez dorado morir. Y el pez perdía sus fuerzas y la rana lo observaba todo, sin poder hacer nada, ni siquiera acariciarlo como los otros peces. Y un día el pez dorado murió. La rana entonces cantó la canción más triste del mundo y los peces no pudieron escucharlo adentro del agua y las otras ranas no pudieron entender lo que cantaba. Y la rana descubrió que la muerte es el acontecimiento más solitario que se puede experimentar.

¿Jugamos?


Hola. ¿Quieres jugar? Me gustan los juegos, juega conmigo. 
Jugamos primero a odiarnos. Me ves y me odias. Te veo y te odio. Inventamos excusas y nos odiamos con furia; peleamos a muerte, gritamos y nos aborrecemos. Lloramos de rabia y desgarramos nuestros cuerpos con feroz locura. Nos destrozamos, nos deshacemos y nos devastamos hasta derrotarnos, hasta agotarnos.
Jugamos después a reírnos. Me ves y te ríes. Te veo y me río. Inventamos excusas y nos reímos con locura; nos burlamos, gritamos y nos carcajeamos. Lloramos de risa y nos dedicamos sonrisas con intensa alegría. Nos destartalamos, nos regocijamos y nos desternillamos, hasta satisfacer la más profunda necesidad de goce, hasta agotarnos.
Jugamos luego a llorarnos. Me ves y lloras. Te veo y lloro. Inventamos excusas y nos lloramos con absoluto dolor; sollozamos con fuerza, gritamos y suspiramos. Lloramos con tristeza y desgarramos nuestras almas con sutil melancolía. Nos dedicamos miles de lágrimas, gemimos y nos lamentamos, hasta quedarnos sin aliento, hasta agotarnos.
Jugamos finalmente a amarnos y hacemos todo lo anterior, al mismo tiempo y con mayor pasión.